domingo, 10 de agosto de 2008

Última noche en la casa color mostaza

Escribo. Suena "Vampire Weekend" (un grupo neoyorquino que nos han enseñado Cati y Alex y que ha ascendido rapidísimamente a la categoría -conocida mundialmente- de mis grupos favoritos) y no puedo hacer otra cosa que escribir. Escribo porque es nuestra última noche aquí, en la casa color mostaza, al otro lado del Atlántico, en este pedazo de mundo lleno de casitas y hierba y yuujuuu (no hay mejor palabra para describirlo), de nubes increíbles y cielos inmensos. Escribo porque no tengo nada que decir, exactamente por eso. Porque no puedo decir nada con todos estos días a la espalda, nada de nada. Sólo quedarme con la boca abierta unos cuántos minutos, esperando a ver si sale alguna palabra. Pero nada, de ahí no sale nada (como máximo, sólo entra alguna mosca). Ahora tenemos todos estos días tras nosotras y estamos justo enfrente del puente. Atrás la magia, delante un gran interrogante que ya nos encargaremos de convertir en exclamación, un gran espacio en blanco que llenaremos con mucho gusto y mucha tinta.

Sí, alegría, por qué no. Mejor alegrarse por lo pasado que ponerse triste porque ya es pasado.

Y después de mis rollos habituales, pues nada, ¡a escuchar todos "Vampire Weekend"! Es alegría y felicidad en estado puro, ya veréis. El tipo de música que me encanta porque me parece que refleja a la perfección la Vida (y cuando digo Vida así no puedo hacer otra cosa que ponerla con mayúsculas).

¡VIVA LAS MAYÚSUCLAS Y LAS EXCLAMACIONES!

Y así, señores, acaba esta gran aventura en la casa color mostaza. ¡Pero no desconecten! No, aún no. Próximamente, fotos, vídeos y todo lo que haga falta.

Un abrazo, neoyorquinos de pacotilla. Muá. Aún un beso albanés. Uf. Fua. Y todas las onomatopeyas del mundo.

domingo, 3 de agosto de 2008

Se rompería la vida en un instante.

Ahora mismo, tal vez, si alguien dijera: ya.

Sólo un hilo, tan sólo...



Un grito bastaría.

Un paso sigiloso en la oscuridad.

Una película un poco triste.

Tal vez no mirar atrás...



En un instante.



Bastarían una canción de David Bowie

o una sonrisa del perro,

una palabra dicha a deshora

o un reloj andando su último segundo en la esfera.



En un instante, se rompería la vida en un instante...

Ni siquiera sé por qué, pero me ha golpeado como un flash la frase

y he tenido que escribirla.

Será verdad, entonces.

sábado, 2 de agosto de 2008

Hoy llueve.

Hoy llueve. Llueve, llueve, llueve. Hoy no habrá paseo sobre las siete de la tarde para ver la curva de la calle John David, y cómo refulgen las ventanas con el sol y cómo se cuela la luz por entre las ramas, por entre la hierba... Pero qué gusto refugiarse en el sofá tomando tazones de café con galletitas, y leer Un árbol crece en Brooklyn. La protagonista, una niña de Brooklyn enamorada de la vida y de las palabras, me tiene completamente atrapada con su historia. Quiero ver qué hace, qué escribe, qué es de su padre y de su madre y de su hermano. Quiero ver con sus ojos la vida en las calles de Brooklyn, vivir en esa niña que tanto se parece a mí cuando era niña. Y es genial que de vez en cuando suene un trueno y Kaley se asuste, mirar a ratos la película que están dando en la tele, y ver esa cortina de agua tras la ventana... Es genial que entre este airecillo por los cristales entreabiertos y poder ponerse un jersey en pleno agosto.

Sí, lo siento, lo he vuelto a hacer. Estoy convirtiendo este blog en algo espeluznantemente cursi y tremebundísimamente aburrido. ¡Así acabaré hasta con los lectores imaginarios! En fin, autoconsejo para próximas entradas: tomar antes de escribir unas cuantas cucharadas de azúcar o, casi mejor, que no me dé tanta pereza ir a por el bolígrafo... O (desde luego, la mejor solución) callarme.

Qué triste saber que sabéis que ni me callaré ni tomaré azúcar ni tendré la suficiente fuerza de voluntad como para ir a buscar el bolígrafo...

viernes, 1 de agosto de 2008

Son las doce menos cuarto y haría cualquier cosa menos irme a dormir. Ahora lo que ha sido hoy aún está aquí: risas con las Gilmore para empezar el día, barnizar la barandilla cantando Pereza y Ella baila sola y repasando momento a momento las pelis de Disney, comer al horario español un buen arroz a la cubana y recibir a Kaley (¿se escribirá así?), la perra que vamos a tener durante diez días porque sus amos se van de vacaciones, y luego ir un rato en bici con Christine y soñar que algún día vengo a estudiar aquí, a Albany, y vivo en una casita de color mostaza o frambuesa o esmeralda, y sentarme luego en las escaleras de entrada a contemplar el atardecer y dejar que fluyan las palabras, tal como salgan, y que digan lo que quieran decir. Luego cenar copos de avena y escribir e-mails (con demasiado sabor a acelga :P) hasta jurar no escribir más. Pero luego una se pregunta que por qué jura tanto, y acaba aquí, sin poderse ir a dormir todavía (porque si me voy a dormir se escapará hoy y llegará mañana, con sus nuevos momentos; y tras un día así una querría permanecer en este día un ratito más, por lo menos), contándole la vida a un triste blog por la pereza de ir a buscar la libreta y el bolígrafo.

Lo siento, aburrido lector que llegues aquí por casualidad.

Prometo no contarte más mi vida.

(¡Mecachis! ¿Pero no acababa yo de decir que no haría más promesas?).

En fin, sabed (muy a mi pesar) que nunca cumplo las promesas.

Sintonía

Se trata de sintonía, ¿sabéis? Dos personas haciendo algo al mismo tiempo. Separadas por un océano, sí, con cielos más o menos grandes encima de ellas y hierba más o menos verde a sus pies, con asfalto más frío o más caliente y nubes más blancas o más grises. El caso es que no importa nada de esto. No importan ni todos los peces que las separan. No importa que allí no haya ardillas o que aquí no haya calles estrechas. Eso qué más da, cuando hay dos personas haciendo algo al mismo tiempo. Algo tan sencillo como... Sí, lo sabéis; no querréis que me ponga cursi ahora.

Sintonía.